La historia de Lisbeth Padilla demuestra que el cáncer de mama no siempre se palpa.
Para muchas mujeres, la palabra «cáncer de mama» evoca la imagen de un nódulo palpable. Pero la historia de Lisbeth Rossana Padilla Angarita es un poderoso recordatorio de que esta enfermedad tiene múltiples rostros. El suyo, uno atípico y a menudo silencioso, la Enfermedad de Paget mamaria, se manifestó inicialmente en algo tan trivial como una simple irritación.
El despertar de la alarma.

«Yo descubro a través de una irritación que empecé a tener en el seno izquierdo» Lo que comenzó como un enrojecimiento, que atribuyó al calor o una alergia, se prolongó por casi un año y medio. Mes tras mes, la irritación se pronunciaba, hasta que aparecieron grietas y la piel comenzó a escamarse.
A pesar de los seguimientos y estudios que «no mostraban nada» e incluso reportaban que «no había tumor maligno», la mujer de 47 años, sabía que algo no estaba bien.
Fue la insistencia de un nuevo ginecólogo la que impulsó una biopsia de piel, un examen que nunca le habían practicado y que, junto con una prueba adicional, finalmente arrojó el diagnóstico: Enfermedad de Paget, un cáncer atípico que se inicia en el pezón y la areola, y que se ubica en los conductos galactóforos (conductos que transportan la leche materna).
«La noche más larga» y el mundo que se le vino encima
La confirmación llegó en noviembre de 2023. Un informe digital y dos palabras: «Enfermedad de Paget». Inmediatamente, la búsqueda en internet confirmó sus temores: cáncer de mama.
«Se me cayó el mundo. En ese momento dije, cáncer, yo, ¿por qué? ¿Cómo así? ¿Ahora qué sigue?», recordó serena. «Yo dije, Dios mío me voy a morir«, admitió, asumiendo la asociación histórica de esta enfermedad con la muerte.
La noticia fue un golpe demoledor, especialmente porque su diagnóstico desafiaba las concepciones comunes: «Nunca fue una bola, nunca fue una masa, nunca fue palpable». Sus mamografías y ecografías siempre salieron limpias, una realidad que subraya la complejidad y diversidad de la enfermedad.
Esa noche, la más larga de su vida, fue su hija Isabella, de 22 años, la primera en enterarse y, con un llanto más profundo y de mucho miedo que el suyo, compartió la angustia. Pero en medio del dolor, Lisbeth sintió una voz interior: «No, este no es el fin».
Al día siguiente, con un valor que forjó en la oscuridad, se dirigió a su trabajo. La reacción inmediata de sus compañeros y la ruta de apoyo que le establecieron la llevaron esa misma tarde a un oncólogo, el inicio de su lucha.
Pero sus padres aún no sabían. Ella necesitaba procesar el impacto antes de transmitir la noticia a quienes más amaba.
Con el pronóstico alentador que encontró con el oncólogo, Lisbeth logró la serenidad necesaria. Sabía que la forma en que comunicara la noticia sería clave para cómo ellos la recibirían.
«Me dirigí a la casa de mis papás y les dije… porque la forma en que tú transmites las cosas también hace que las otras personas las reciban de la misma manera», explicó.
Con valor y una tranquilidad recién adquirida, reunió a sus padres y tías. Les contó el diagnóstico, pero inmediatamente les compartió la esperanza que le había transmitido el especialista. El oncólogo, en un gesto que Lisbeth, católica, recuerda con claridad, le señaló una imagen de la Virgen María y le dijo: «Dale gracias, porque eso que tienes tiene un pronóstico muy bueno».
«Se lo conté a mis papás y mis tías de la misma manera y créeme que eso fue muy tranquilizante», afirmó. Ella no quería aterrorizarlos ni generar lástima, quería compartir una batalla que, aunque difícil, venía acompañada de un pronóstico favorable y de su firmeza para luchar.
El camino incierto del tratamiento.

Lo que parecía ser una simple cirugía de extirpación del pezón y la areola, se convirtió en una travesía de múltiples etapas. La sorpresa llegó con el resultado de la primera cirugía: una segunda lesión había sido encontrada. «Yo le dije no(al oncólogo), listo, no me vas a quitar otra parte, retíralo todo», contó la mujer sobre el momento en que decidió someterse a una mastectomía bilateral con reconstrucción inmediata.
Pero el camino aún tenía más giros. Los resultados patológicos mostraron que los bordes del tejido extirpado estaban «comprometidos«, lo que significaba que no había certeza de haber eliminado toda la lesión. Este hallazgo, sumado a la identificación de una de las tres lesiones como de tipo invasivo, la sentenció a un nuevo capítulo: quimioterapia y radioterapia.
La palabra «oncólogo clínico» abrió una puerta a un terror que jamás imaginó. Con la noticia de que perdería el cabello, consultó con uno, pero Lisbeth quiso buscar una segunda opinión. Aunque el diagnóstico se mantuvo, el segundo médico «más empático, más creyente», le dio una perspectiva vital: el tratamiento sería preventivo. «Dale gracias a Dios que es preventivo», le dijo, infundiendo un nuevo propósito a la lucha.

El enfrentamiento con la quimioterapia fue un reto físico y emocional. Tras una primera sesión que sorprendentemente sobrellevó bien, la segunda la arrojó a la lona. El medicamento, la temida «quimio roja», le quitó la fuerza hasta el punto de no poder levantarse de la cama. «El mismo cuerpo decía no, levantar el teléfono para mí era una cosa que sentía que me iba a quitar la energía».
El cabello, ese símbolo de la feminidad, se cayó en la tercera sesión. Aunque al principio le aterraba la idea de «salir calva a la calle», el momento en que se rapó fue liberador. «Esto es lo menos importante de lo que estoy viviendo», sentenció.
Abrazó su nuevo look con tranquilidad, buscando siempre el lado positivo, aunque admitió los altibajos emocionales.
El mayor aprendizaje: escuchar y valorar
En este Día Internacional de la Lucha contra el Cáncer de Mama, Lisbeth envió un mensaje a quienes comienzan su batalla.
«Nunca pierdan la fe… Por más oscuro que parezca el momento, siempre va a haber una luz… hay que seguir para adelante y nunca perder la fe de que puedes dar la lucha, puedes dar la pelea. Yo siempre he hablado de frente con mi enfermedad, nunca la callé. Nunca sentí pena de mí, por el contrario. O sea, tengo que afrontar esto y sacarlo adelante», manifestó.
Lisbeth Padilla es la viva prueba de que la detección temprana no solo salva vidas, sino que también revela una fuerza interior que solo la adversidad puede despertar. Su voz, que habla con serenidad sobre el cáncer de mama, es una luz de esperanza y un llamado a la conciencia para todas las mujeres.